Pasiones, como habréis podido intuir al descubrir mis gustos, tengo muchas. Todas ellas me definen y hacen de mí la persona que hoy soy. Pero si algo he tenido claro desde muy pronto en la vida es mi pasión por la infancia.
Admiro la pureza, sinceridad y naturalidad de los niños, sus grandes dosis de imaginación e ilusión. Me conmueve el modo que tienen de descubrir y entender el pequeño mundo que les rodea. Cada experiencia con ellos me cambia y me construye, sin importar el contexto o situación. Pueden ser los momentos junto a los pequeños de la familia, los juegos compartidos con los vecinos de mi revoltosa calle o las actividades de tiempo libre organizadas y disfrutadas en cada campamento de verano. Puede ser la primera experiencia de prácticas en aquella clase de 4 años, o aquella otra semana descubriendo la educación noruega en el aula de 4º de primaria de aquel colegio tan especial. O quizá también esa aventura italiana en la que tanto aprendí de dos pequeños muy grandes.
Son marcas que no se ven a simple vista. Es un amor sin medida. Aprender, descubrir, disfrutar, intercambiar. Sé que sonará a tópico, pero serán quienes lo hayan vivido quienes podrán entenderlo.
Y seguramente fuera esta pasión la causa de mi inmersión en el mundo de la educación, una decisión de la que, a día de hoy, nunca me he arrepentido.
Y seguramente fuera esta pasión la causa de mi inmersión en el mundo de la educación, una decisión de la que, a día de hoy, nunca me he arrepentido.
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